La felicidad está hecha de momentos y, casi siempre, de pequeñas cosas. El ser humano es extremadamente complicado pero un sonido, un aroma o un objeto pueden hacerle recordar y que se sienta bien, que por unos instantes saboree la tan preciada felicidad.
Hace unos años, va para diez, yo vivía otra vida que, ahora con la distancia que da el recuerdo, se me hace extraño que alguna vez haya sido la mía. En la última etapa de esa otra vida no fui feliz. Dejé atrás mis sueños y viví los de otros. Me convertí en algo que nunca he querido ser, en otra persona que se había olvidado de si mima para ser lo que esperaban de ella los demás. Pero eso ya pasó. Decidí ser egoista. Rompí con todo y decidí vivir mi sueño. Atrás quedó una vida acomodada en una casa enorme en Sant Cugat... una casa enorme y solitaria.
Y me fui. Cogí mis cosas, a mi perro y me marché de allí. Atrás quedaron amigos y lugares y también quedó mi pequeño jardín, el rincón en el que la soledad se hacía más llevadera entre lecturas sentada en un escalón o en compañía de Max y de mis rosales de pitiminí. Y en ese camino hacia otro lugar volví a escribir. Y de mí salió todo el mal trago que estaba pasando en forma de novela, una novela que hablaba de un dolor mucho mayor que el mío, y eso me ayudó a poner cada cosa en su sitio y a darme cuenta de la gran suerte que tenía. Los primeros años fueron duros. Pero luego, como si formara parte del plan secreto de algún demiurgo, encontré un lugar junto al mar en el que estaba esperándome mi habitación propia. Allí, al amparo del bondadoso y sabio Mediterráneo encontré a la escritora que latía en mi interior y que ya llevaba unos años diciéndome que estaba dentro de mí atrapada. Allí, aquí, he vivido el amor, la maternidad, la inspiración, la creación...
Ahora tengo todo lo que siempre había soñado: una casa con vistas al mar llena de vida y de sonidos (a veces demasiados, je je), una hija, un hombre que me ama y al que amo y que me apoya en todos mis proyectos, una novela publicada, un continuo intento de pasos para poder decicarme a esto, ideas y proyectos... Pero mis rosales de pitiminí seguían lejos...
Desde hace unos días ya no es así. El devenir de la felicidad, esa que no es absoluta, esa que es efímera, esa que no sabes nunca cuándo se irá, sigue pasando por mi casa junto al mar. Y alguien que me quiere, me escucha y me comprende, que me anima a seguir adelante y que cree en mí, me demostró hace unos días lo que le importo trayéndome un rosal de pitiminí. ¿Que parece una tontería? Puede ser. ¿Que aspiro a poco para ser feliz? Pues sí. Cuando una se siente bien en su piel cualquier pequeña cosa puede hacer de una pequeñez algo importante que ilumine su día. Ahora ya lo tengo todo para ser feliz.
1 comentario:
ya somos dos , cariño. te mereces esa felicidad y mil veces más.
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