Siempre he sido un poco rara, esa es al menos la opinión general. Y cuando digo general me refiero a mis padres y hermanos, a mis amigos y novios o amantes y a un montón de gente más que comparte o ha compartido conmigo palabras, momentos y en ocasiones hasta fluidos.
Las causas podrían ser muchas y muy variadas. Sin embargo, nada que ver con que de pequeña fuera disléxica ni con que tuviera un canario epiléptico o un novio daltónico ni con que haya estado casada con un hemofílico. Tampoco es por mi manera de vestir ni porque llevo el pelo de colores ni porque sea budista y vegetariana. Si siempre me han considerado una chica rara es porque leo. Lo juro, no miento. En casa no había libros y mis amigos siempre me disculpaban ante los suyos diciendo entre susurros y como si fuera un pecado: “No, es que ella lee mucho”.
Es por eso que el día del santo de mi madre nadie se extrañó cuando me presenté a comer acompañada de Miguel de Cervantes. No les extrañó, en primer lugar, porque yo soy la rara pero también porque ellos no leen nada. El único que tuvo un conato de suspicacia fue mi cuñado Paco, “¿El de los premios?”, preguntó. Pero enseguida mi hermana le quitó la idea de la cabeza, “Sí, hombre, ¿tú estás tonto? No ves que ese vive en Madrid”. Y se quedó tan ancha.
Cuando Miguel y yo llegamos no pararon de oírse risitas y comentarios maliciosos. Nadie pasó por alto que mi amigo era manco; tampoco su peculiar manera de expresarse o vestir. Además Miguel no se privó de ponerse sus ajustadísimas calzas de paño ni su jubón escarlata, y en casa le tomaron por miembro de una tribu urbana. Que si punky, que si new romantic, no se ponían de acuerdo. Comimos, conversamos y fluía la felicidad porque todos en casa creían que al fin iban a colocar a la rarita de la niña.
Pandilla de ingenuos. Lo mío con Miguel es del todo platónico. Empezamos a vernos la noche de la presentación de mi primer libro. Me encanta el chocolate, pero ese día me di un atracón a causa de mi absoluta felicidad y de mi extrema necesidad de compartir con alguien mis sentimientos del momento. Llevada por la efervescencia de emociones me precipité en una vorágine de after eigth, marrón glacé y trufas. Lo que vino después no es muy difícil de imaginar.
El sofocón posterior me llevó al jardín que hay en mi zona comunitaria. Y allí estaba él. Me extrañó encontrar a alguien en aquel lugar y a aquellas horas. Tampoco tenía constancia de que aquel tipo fuera uno de mis vecinos. Aun así, y como además de rara soy educada, le saludé. Con su verborrea Miguel me agasajó con mil cumplidos. Me dijo que había leído mi novela y que le había gustado mucho. “Coño, un fan”, pensé. Hasta que al ponernos bajo la farola que hay al lado de la acacia me fijé en cómo iba vestido. Bajo su capa pude ver sus calzas y su jubón. Casi me da un pasmo.
Miguel me pidió que le dedicara el libro. Y yo era incapaz de reaccionar. Así que le puse unas palabras impersonales y sosas: “Para Miguel con cariño y un fuerte abrazo de letras”. Todavía me estremezco recordando que el gran Miguel de Cervantes me pidió esa noche que le firmara mi libro. Rara, sí, muy rara pero Cervantes se había leído mi novela y le había gustado tanto que se había presentado en mi casa para pedirme que se la firmara. No negaré que por un momento llegué a pensar que todo había sido una alucinación por la excesiva ingesta de cacao. Sin embargo, cuando el día del santo de mi madre Miguel me acompañó a casa y aguantó estoicamente el taladro de mi familia, supe que era rara pero también una chica afortunada. En mi mundo de letras y libros había lugar para la amistad. Y así yo no juzgo el aspecto de mi amigo ni su edad y tampoco hago referencia al hecho de que Miguel está muerto. A cambio, él jamás dirá que yo le parezco rara. Es perfecto.
© María Dolores García Pastor (alias la rara)