De una en una. Con mucho cuidado. Como si fueran las más delicadas perlas. Como si de valiosísimos diamantes se tratara. Silencioso y concentrado en su tarea. Así recoge Rafik las diminutas florecillas blancas de jazmín con sus pequeñas pero hábiles manitas. No se vislumbra ni un pequeño resquicio de luz. Para ver lo que hace apenas cuenta con el resplandor de las estrellas. Las flores del jazmín son tan delicadas que se tienen que coger mientras reina la oscuridad para que ni el rocío de la mañana ni el sol del nuevo día puedan dañarlas.
De una a una. Con sumo esmero. Es así como Rafik toma las florecillas de cinco pétalos de los arbustos. Una a una las arranca con precisión y delicadeza, con la maestría de alguien que sabe bien lo que hace, alguien para quien esta no es su primera cosecha. Pronto podrá ver el amanecer. Ni siquiera necesita mirar lo que está haciendo. Tantas horas trabajando a oscuras han hecho de su tacto uno de sus mejores sentidos. La vista apenas le sirve para distinguir las piedras del suelo, para intentar esquivarlas y no dañarse sus pies desnudos.
De una en una. La cosecha empezó en julio y durará hasta bien entrado septiembre. Está cansado. Son muchas noches cosechando flores de jazmín y muchos días ayudando a su madre en las tareas cotidianas. Día a día acarrea agua del pozo, trabaja su pequeña parcela de tierra y cuida de sus hermanos. Apenas tiene tiempo para dormir.
Los ojos de Rafik son oscuros y tristes, profundos. Rafik tiene la mirada del desamparo, de la inocencia mancillada, de la precocidad. No sabe jugar: nadie le ha enseñado. Su piel es oscura, está cubierta de pequeñas heridas y quemada por el sol. Él se enorgullece de su color, el color de los antiguos faraones egipcios, de los más grandes reyes que han gobernado la tierra. Así se lo contaba su abuelo cuando era pequeño. Bueno, más pequeño que ahora.
De una en una las flores blancas van cayendo en su cesta. Delicadas y etéreas, fragantes. Es a estas horas de la noche cuando han alcanzado su máxima pureza y exhalan su aroma más sensual, esa fragancia frutal y licorada, cálida y animal. A Rafik le duelen las yemas de los dedos. La espalda se le empieza a resentir después de tantos días de cargar peso. Está cansado y hambriento, pero sigue cogiendo flores porque el día pronto llegará y el capataz quiere que hoy acaben con este campo o la cosecha no valdrá para nada.
Hay que seguir adelante con el ritual. Las cosechas de jazmín se recogen desde la noche de los tiempos. Sus antepasados ya lo hacían en la época de los faraones. Entonces este y otros perfumes se usaban para honrar a los dioses, para dar prestigio a los nobles. El ritual debe continuar para que el mundo siga teniendo constancia de la grandeza de Egipto, para la gloria de su patria. Eso le ha contado el capataz.
Una a una van cayendo las flores de jazmín de la experta mano de Rafik hasta su cesta. Las deposita allí con la misma delicadeza con que una madre pone a dormir en la cuna a su hijo. Nunca se le ha ocurrido exhalar el perfume de una de ellas por puro placer o ponérsela en el pelo para jugar. No sabe lo que es jugar: nunca lo ha hecho. Mientras coge una a una cada flor piensa en las piastras que le llevará a su madre y en la cara de felicidad que ella pondrá al verlas.
En ocasiones, mientras coge el jazmín, se acuerda de cuando fue al colegio. Ahora no puede ir porque tiene que ayudar a su madre a sacar a la familia adelante. Su padre murió cuando sus dos hermanos eran muy pequeños y él se convirtió en el hombre de la casa. Y mientras Rafik recoge una a una las flores del jazmín, esas flores que en un lenguaje inventado por hombres que de pequeños pudieron jugar simboliza la amabilidad, no se le ocurre pensar que él es mucho más frágil y pequeño que esas flores y que la humedad del rocío de la mañana se mete en sus débiles huesos. Que la luz de tantos días sin dormir está agotando su pequeño cuerpo. Que la infancia y el tiempo de jugar y de aprender a aprender se le están marchitando entre flor y flor. Y todo para que esas damas de tierras lejanas que ignoran la existencia de Rafik puedan cubrirse con los aromas de jazmín que les ofrecen las grandes empresas de cosmética.
Rafik es demasiado pequeño para saber de todo eso aunque se ha tenido que hacer mayor para trabajar y ser el hombre de su casa. Rafik es demasiado frágil e inocente para ser consciente de su propia fragilidad, es demasiado pobre para poder ir al colegio o para jugar. Aunque la verdad es que él no piensa en nada de esto. No conoce otra realidad. Sabe poco de la vida. Su mundo es infinitamente pequeño. Tan pequeño como él. Pronto cumplirá ocho años… y nadie le ha enseñado a jugar.
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