Cuando tenía 18 años, un día, en el tren que me llevaba a la universidad, por encima del hombro de la persona que estaba a mi lado leí un párrafo del libro que estaba leyendo. Trataba sobre un niño que perdía a su abuelo y sus padres le explicaban que era ley de vida. Primero se iban los abuelos, los que era más mayores. Cuando nuestros abuelos habían partido uno debía de hacerse a la idea de que, por ley natural, los siguientes serían nuestros padres y después de ellos nos tocaría a nosotros. Era, simplemente, el fluir de la vida, algo que no puede detenerse ni cambiar. Pocos días después de leer furtivamente ese párrafo mi abuelo murió.
Mi madre siempre dice que cuando muere alguien en una familia también nace un nuevo miembro en cuestión de poco tiempo, es el relevo generacional. Estoy convencida de que tiene razón. Cuando me quedé embarazada de Lluna, murió la hermana de mi madre. Eso fue en febrero, mi hija nacía en marzo. Y así podría hablar de muchos casos. La vida. Nada puede detener su fluir que nos lleva a la muerte.
En los últimos tiempos, tengo la sensación de que se está agotando una generación a nuestro alrededor. Están muriendo mucha gente que conozco, nuestros padres. Eso me hace pensar que ya me queda un paso menos. Ahora soy madre. Me encuentro en el punto en el que conocí a mis padres pero con los papeles cambiados.
Se suceden una a una las despedidas. Los adioses te dejan agotado. Vas acostumbrándote a la tristeza pero no se va, también queda la ausencia. Y así, despedida tras despedida, una va perdiéndose un poquito a si misma... cuando de pronto Lluna irrumpe en medio de mi tristeza y me la hace olvidar por un momento... aunque sólo sea un momento. Seguro que ella retrasará en mí esa etapa derrotista y trascendental que parece que tienen los escritores y que los hace plantearse la vida y hablar a menudo de la muerte. Aunque imagino que, igualmente, llegará. Es la vida, nada ni nadie puede detener su lento fluir.