En mi reciente viaje a Londres durante una visita a un museo pasó algo que me dejó, cuanto menos, sorprendida. No sé si fue irónico o extraño, pero es de esas cosas que se te quedan grabadas y que te conmueven.
Viajar es muchas cosas y, entre ellas, también es compartir. Mi compañero de viaje, y de vida, es un lector empedernido de libros de la Segunda Guerra Mundial y un espectador incondicional de documentales que traten ese tema, tanto que anda poniendo en marcha una novela que escribiremos a dos manos y que estará ambientada en ese periodo histórico. Por una parte su afición y por otra nuestro proyecto nos llevaron a visitar duranre nuestra estancia en Londres lugares que yo nunca habría visitado de otro modo. Uno de esos lugares fue el Imperial War Museum. El sitio tiene su gracia. Aviones, tanques, objetos varios de las dos grandes guerras... pero lo que a mí más me impactó fue la que llaman The Holocaust Exhibition. Todo lo referente al genocidio nazi lo conozco a través de lecturas, películas y documentales. En el año 2005 viajé a Praga y estuve en la House of Terror, un maravilloso museo que me impactó, que me hizo estremecer y tuvo mi corazón en un puño durante toda la visita. El edificio que lo alberga fue prisión y centro de torturas de los nazis y después de los comunistas.
En este museo de Londres la experiencia no fue tan dura pese a que no me dejó indiferente. Las cosas que más me tocaron la fibra fue ver una de las carretillas en las que se transportaban los cuerpos de los judíos muertos y que tantas veces había visto en fotografías o películas, las fotos y objetos de los que vivieron aquella tragedia, el apartado de la experimentación llevada a cabo por los nazis sobre todo con niños y la entrada de la exposición en la que uno se da de bruces con los principales verdugos y sus macabros "méritos" en el genocidio.
Andaba yo encogida por todo aquello, con el estómago revuelto y la carne de gallina cuando aparecieron ante mí dos curiosas figuras. Parecían personajes de cuento por su pequeño tamaño y su atuendo. Vestían de negro integral, excepto su blanca camisa, ambos llevaban sombrero y ambos lucían peyot en lugar de patillas. Eran dos pequeños judíos ortodoxos, calculo que tendrían 9 o 10 años. Pero lo curioso no era su aspecto que a mí me chocaba por la falta de costumbre. Lo realmente impactante fue su frialdad al contemplar las imágenes, los objetos y la información que albergaba aquella exposición sobre el asesinato de millones de judíos.
La muestra no estaba recomendada para menores de 14 años aún así ellos entraron, no había ningún adulto con ellos. Iban de aquí para allá con andar ligero y casi cómico ya que semejaban dos ancianos en miniatura o dos escarabajitos. Contemplaron todo aquello fría e impasiblemente sin detenerse ante nada demasiado tiempo, sin una cara que delatase algún tipo de emoción, sin exclamaciones ni gestos de que les impresionaba lo que estaban viendo. Sencillamente me impactó, porque una adulta atea como yo estaba conmocionada con lo que veía y aquel par de niños judíos ortodoxos se mostraba del todo ajeno a lo que el nazismo había hecho con su pueblo.
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