lunes, 9 de junio de 2008

LA CIUDAD DE LOS NIÑOS

Allí, en lo alto de aquella colina se encontraba la Ciudad de los Niños. Sí, exacto, en esa parte que ahora ilumina el sol. Era un lugar lleno de gritos y algarabía, repleto de carreras y risas, con montones de fantasía e imaginación. Había muñecas y balones, mecanos y puzzles, plastilina y lápices de colores, móviles de estrellas y pájaros, un montón de animales de peluche y bicicletas para pasear. Yo viví allí. Hasta hace muy poco yo fui uno de los niños que vivía en la ciudad de los Niños, protegido del mundo real, de la política de los mayores, de su economía y de sus religiones. Ahora ya no vivo allí.
Miro hacia atrás en mis recuerdos y, por más que lo pienso, no puedo recordar el día en que llegué a la Ciudad de los Niños. Tal vez sea porque siempre estuve allí. Sí, debe de ser por eso. Como también siempre debieron de estar allí Limbo, Estrella, Danera, Bordon y Luka, mis amigos. Ellos y yo habíamos vivido en la ciudad desde que nos alcanzaba la memoria. Siempre habíamos caminado bajo aquellos cielos llenos de nubes que parecían de algodón pisando aquellas praderas verdes sobre las que solíamos estirarnos para ver las nubes pasar, para mirarlas y encontrar en ellas flores y gigantes, osos y mariposas, coches y perros. Creo recordar, o puede que sólo me lo haya inventado, que de los árboles colgaban, además de frutas, dulces y helados, y que el agua de las fuentes y los ríos no tenía color.
En aquellos años éramos felices y ahora creo que eso fue también porque, aunque no lo sabíamos, también éramos muy inocentes. Entonces no lo veíamos pero poco a poco se fue haciendo evidente que todos nosotros, sin saberlo, éramos bien diferentes. Tal vez no nos dimos cuenta porque el ser habitantes de la Ciudad de los Niño nos hacía iguales a todos los que vivíamos allí y también nos igualaba a todos los demás infantes que, en cualquier otro lugar del mundo, eran niños como nosotros. Era así como pese a todas nuestras diferencias y rasgos particulares, la infancia nos hacía iguales dentro de nuestra diversidad. El problema vino cuando nos dimos cuenta de todo eso y aún fue mucho peor cuando tuvimos que abandonar la ciudad.
Éramos muchos los que vivíamos allí y a pesar de ello, o puede que por ese motivo, a quienes más recuerdo es a un grupo de niños que formamos parte desde el principio de la misma pandilla. Luka era de color azul y siempre estaba soñando con ser profesora en una escuela llena de niños de todos los colores. Limbo, el más despistado, quería ser aviador para surcar en su avión cielos inmensos y tocar con él aquellas cosas maravillosas que en las nubes veíamos. Él era un niño amarillo. Danera quería bailar y cantar y se ponía vaporosas faldas de tul bajo cuya transparencia se dejaban ver sus piernas de color negro. Estrella, la niña verde, siempre andaba pensativa ideando alguno de sus alocados proyectos, desde una máquina de hacer helados a un avión para Limbo, y luego estaba Bordon a quien lo que más le gustaba era estar rodeado de plantas y flores. Sus ágiles manitas rojas enterraban semillas aquí, cortaban ramas secas allá y arrancaban las malas hierbas en donde quiera que brotaran.
En cuanto a mí, siempre me había gustado escribir. Cuando pienso en días pasados siempre aparezco anotando todo lo que me ocurría y otras cosas que inventaba en un cuaderno. Luego corría a leérselo a mis amigos. Ellos me daban su opinión sin necesidad de que yo se la pidiera porque sabían que me gustaba saberla. A Luka era a la que más le gustaba todo lo que yo escribía:
- Caramba, Driken, - me decía – qué bien sabes escribir. A lo mejor algún día podrías hacer una novela explicando nuestras vidas.
Y todos los demás se reían. Se reían porque ninguno de nosotros pensaba, a excepción de ella, que nuestras fueran especialmente interesantes. Y se reían también porque decían que a Luka lo que más le gustaba de mí no eran mis bonitas frases. Ellos sabrían lo que querían decir. Pero entonces sólo éramos niños, niños inocentes y sin malicia que vivíamos felices en la Ciudad de los Niños y a nunca nos había importado de qué color eran las manos que estrechábamos o las sonrisas a las que correspondíamos. Tampoco nos interesó jamás saber qué cosas les gustaban hacer a los demás, cada uno podía dedicar su tiempo a lo que quisiera. Nos limitábamos a vivir en un universo multicolor en el que cada uno de nosotros era una nota musical que ayudaba a componer la melodía universal de las personas, o una pieza más para poder acabar un bonito puzzle.
Los días iban pasando iguales, relajados y tranquilos. Aprendíamos cosas, hacíamos nuevos amigos e intentábamos ser felices y portarnos bien. Íbamos a la escuela, comíamos y jugábamos y, por las noches antes de irnos a dormir, leíamos. Era a mí al que más le gustaba leer de nosotros. Luego, con lo que leía en los libros, inventaba mis propias historias. A Luka le gustaba más leer aquellas historias que yo escribía que las de los libros de verdad.
Sumidos en esa especie de beatífica inconsciencia no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Tampoco era extraño porque a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido que pudiera pasarnos algo así. Lo que ocurrió fue que Baldus, un niño de color blanco, empezó a reunir a su alrededor a otros niños blancos como él. Sería porque le gustaba aquel color, pensamos al principio. Pero pronto nos empezamos a dar cuenta de que no sólo prefería a los niños que eran iguales que él, sino que además rechazaba a los que no tenían su color. No le gustábamos el resto y no quería tener nada que ver con nosotros, eso sí, si tenía la ocasión haría cosas para molestarnos.
Lo supimos un día que Bordon vino corriendo hacia nosotros con los ojos brillantes a causa de unas molestas lágrimas que pugnaban por salir de sus pupilas, no sabíamos si por pena o por cólera y rabia. Finalmente y con la voz temblorosa nos contó que Baldus y sus amigos le habían robado unas flores que había estado cultivando para regalárnoslas a nosotros. Cuando les pidió que las dejaran aquellos chicos de color blanco se rieron y pisaron y arrancaron el resto de cosas que tenía plantadas. Pisotearon las flores que le habían querido robar y se rieron de él. Bordon estaba triste y enfadado y nosotros no éramos capaces de entender lo que había pasado ni de explicarle por qué Baldur y sus amigos habían hecho algo así.
- Tal vez haya sido sólo una broma – propuso Danera.
- Pero eso no hace gracia – repuso Limbo.
- No, - reconoció ella – eso no tiene ninguna gracia.
- Y tampoco sirve de nada – añadió Luka.
- ¿Entonces por qué lo han hecho? – insistió Bordon –. Saben que he pasado muchas horas cuidando de esas plantas, sabían que me molestaría lo que han hecho, entonces… ¿por qué?
No supimos cuál era la respuesta a aquella pregunta. Tal vez es que no la había. Y lo digo porque nos pasamos mucho tiempo hablando sobre aquello y nadie fue capaz de encontrarle una explicación lógica a lo que Baldus había hecho. Los días siguieron pasando, pero ahora ya no eran todos iguales ni relajados ni mucho menos tranquilos. Los niños de color blanco siguieron juntos y con el poder que les daba el ser más empezaron a hacer cosas malas que no tenían demasiado sentido. Rompían cosas, les pegaban a los demás niños y siempre tenían que hacer con todo lo que a ellos les parecía bien.
No tardó en salirles una dura competencia en otro grupo de niños que bailaban y cantaban y que decidieron unirse para plantarle cara a Baldus y a sus amigos. Danera se unió a ellos, porque a ella le gustaba cantar y bailar, y desde ese momento se separó de nosotros. Como nosotros no sabíamos ni cantar ni bailar o, al menos, no éramos capaces de hacerlo tan bien como ellos, no pudimos entrar a formar parte de su grupo. Los siguientes en unirse fueron los amigos de las flores y las plantas y lo hicieron alrededor de Bordon que aún estaba enfadado por lo que le habían hecho a sus plantas hacía ya muchos días.
Y así, llegó un momento en el que a todos nos tocó pasar a formar parte de alguno de aquellos grupos. Yo tuve que unirme a los niños de color naranja que, aunque no tenían demasiado que ver conmigo, eran de mi mismo color. Y fue de esta manera como las cosas dejaron de ir bien. Todo era muy complicado. Ya no había grupos de gente que fuera diferente, ya no se veían a lo lejos niños juntos de todos los colores como inmensos arco iris en movimiento. Ahora el espacio se dividía en zonas de un solo color. En un lado de la pradera podían verse a los chicos que cantaban y bailaban bien. Todos ellos habían acabado volviéndose de un color muy parecido. Era como si se hubiera producido entre ellos un extraño mimetismo. Lo mismo había pasado con los amantes de las plantas que ahora eran de un extraño color gris y en los que eran de colores también las tonalidades habían desaparecido. Y dejamos de ir todos juntos a estirarnos sobre la hierba para contemplar las nubes y decir en voz alta qué formas tenían, porque nos daba miedo encontrarnos con gente que fuera de otro color.
Un día mientras paseaba a solas, porque a veces necesitaba no ser de mi color, me encontré a Luka. Ella también estaba sola y tenía un aspecto triste y deprimido, se había vuelto de un azul muy clarito. Hacía mucho que no la veía, casi tanto como al resto de la pandilla, pero nunca se me había ocurrido pensar que pudiera estar sola. Luka se puso contenta cuando la reconocí y me paré a hablar con ella. Casi se puso a llorar de la emoción. Hablamos un poquito y al preguntarle a qué grupo, finalmente, se había unido ella se puso muy triste. Agachó la cabeza y, apenas con un hilo de voz, me dijo:
- Me he quedado sola.
- No puede ser.
- Sí, Driken. Nadie quiere tener a una compañera de grupo azul.
- Pues es un color muy bonito.
- Sí, pero sólo yo soy así.
- ¿Y con los que queréis ser profesores?
- No son azules y sólo aceptan a chicos así es que, yo no tengo adónde ir.
- Pero eso no es posible.
- Sí que lo es. Mírame. Estoy aquí sola. Nadie quiere estar ya conmigo porque soy diferente.
- Pero antes éramos todos diferentes… - comenté extrañado -. ¿Por qué ahora no podemos serlo?
Pero por más que lo pensamos no fuimos capaces de hallarle una respuesta a esa pregunta. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que habíamos crecido. Lo supimos cuando la Ciudad de los Niños, poco a poco, empezó a desaparecer. Sus contornos se fueron desdibujando, sus casas fueron desapareciendo y a las nubes se las fue llevando el viento. Las verdes praderas se borraron y en su lugar quedó una enorme explanada de tierra polvorienta y seca. Ni rastro de lo que hubo allí.
Los niños blancos, que eran muchos más que el resto, se encargaron de echarnos a los demás de aquel descampado en el que se había convertido la próspera y hermosa Ciudad de los Niños. Supongo que nos podríamos haber unido todos para plantarles cara a Baldus y a sus amigos, pero a nadie se le ocurrió pensar que pudieran unirse dos niños diferentes, aunque en el fondo todos seguíamos siendo parecidos. Aún éramos niños aunque ya habíamos empezado a crecer.
Y entonces supe, que sólo somos iguales mientras somos niños. Entonces no sabemos de colores ni de leyes ni de fe. Con lo hermoso que hubiera sido un mundo adulto de colores, pensé. Pero como ya no podía ser, tomé a Luka de la mano y nos marchamos de allí. Pusimos rumbo a estas islas en las que ahora estamos y os encontramos a vosotros, más hombres de color naranja, como yo. Vosotros habéis aceptado que Luka sea azul, no le dais importancia a su color. Es por eso que pienso que, a lo mejor un día, pueda volver a existir otro lugar como la Ciudad de los Niños. Una ciudad en la que se valore la diferencia y se disfrute con los paisajes pintados de más de un color. Puede que ahora que Luka y yo hemos tenido un hermoso niño que tiene la piel de color rosa clarito se pongan las bases para ese nuevo mundo que ya existía pero que se borró.

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